martes, 26 de julio de 2016

Llovía. La tarde fue monótona, con un leve aroma a café. Las calles hicieron un poco de ruido, los charcos se desparramaron sigilosamente. La noche cubrió silenciosamente las calles del barrio. El viento hacía bailar algunas ventanas y chapas a modo de techo. El tono gris de las nubes escondió las estrellas. Seguía lloviendo. Hacía frío, lo que enfatizaba aún más lo gris.

Los perros durmieron por horas. Parecían soñar algo raro. O quizás se quejaban del frío. La gata había desaparecido desde la mañana, cosa rutinaria. No había olor a comida, ni calor de hornalla. Todo estaba monótono, triste, silencioso.

Excepto por una mente. Una mente preocupada, con mucha carga, ruido y dudas. Una mente de tantas. Una mente gritando en el silencio y la penumbra. Una mente que daba vueltas entre sábanas y acolchados. Una mente sin fuerza ni voluntad. Una mente que decidió silenciarse para siempre. Una mente que se levantó, colocó el tapón en la bañadera, abrió la canilla y se sumergió.

En silencio, pero dando sus últimos gritos despiadados, esos que nadie quiere escuchar. En silencio decidió callar para siempre. En silencio encontró su paz efímera.

Afuera, la lluvia no paraba. Adentro, el agua de la canilla nunca dejó de salir. Y ya nadie escuchó los gritos de la mente atormentada.