Se sentó a los pies de la cama y reflexionó a las 15:09 de una tarde ventosa y cálida de primavera. Cerró los ojos. Pensó, repensó y volvió a pensar. Escuchaba el viento que movía una chapa que funcionaba como techo en un cuarto extraño, el resto se completaba con el ruido que emitían sus pensamientos. Recordó...
...sus pecas. ¡Estaba enamorada de sus pecas! Pero sólo de las pecas de ella. Le causaban tantas sensaciones extrañas y confusas que ninguna persona que se hubiese propuesto entenderla, la entendería. Sus pelos lacios, suaves y con raíces de crecimiento diferentes al color de la tintura. ¡Cómo le gustaba ese color! Se sentía atrapada entre ellos en cada abrazo, como si los pelos también la abrazaran. Sus dientes. ¡Perfectos e imperfectos a su vez! No era lo que más le gustaba, pero se sentía atraída fuertemente por su forma y color semi-amarillento. Sus manos. ¡Tan chicas y tan fuertes! Adoraba verla mover sus manos cuando pintaba sus obras llenas de contenido. Adoraba sus obras. Sus pechos. ¡Caídos, cómodos y amorosos! Concluyó que le emocionaba cuando sus pechos y los de ella entraban en contacto. Sus piernas, su panza, su nariz, su cuerpo...
La recordó entera. Pensó. Realmente, no había perdido: había ganado.
Sintió cómo brotaba, desde no sabía dónde, una leve y confortable sonrisa. Así, abrió los ojos, se levantó, se vistió, agarró su morral y salió con un paso decidido.
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Nunca había sentido un vínculo afectivo como ese con una de sus pocas amigas. La sentía tan cercana, como si se hubiesen desprendido del mismo vientre. La quería, pero de una manera distinta, nueva para ella.
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Se puso los auriculares, y con la tranquilidad de Galaxias en los oídos, revivió mentalmente cada abrazo llenador, cada palabra afectiva, cada beso cargado de amistad, compañía y ese no-sé-qué, que le encantaba y la hacía ganar.