lunes, 17 de octubre de 2016

Federico, 20 años. Alto. Algunos rulos emanan de su pelo largo y castaño oscuro. La barba le hace juego, con algunos pelos rojizos a diferencia. Usa zapatillas rojas (inconscientemente), jeans claros y remeras de colores llamativos. Ocasionalmente viste camisas manga larga. Un pibe como cualquiera.

Federico estudia en una sede del CBC que ya no recuerdo. Se habla con un par de personas, asiste a las clases, no estudia mucho. Olvidé mencionar que también trabaja. Insisto, un pibe como cualquiera.

Federico tiene una familia numerosa (tema que no voy a entrar en detalle). Sólo me voy a limitar a decir que suelen alcanzarlo en auto al lugar que lo necesite en situaciones. Toma más el transporte público. Colectivos. Trenes de vez en cuando. Con un poquito de suerte extraña, pero un pibe como cualquiera.

Federico duerme mucho porque las actividades lo cansan. También tiene un gran desgaste mental. ¿Cómo lo sé? Prometí no contarlo. Su cara denota mucho pensar. Estar entre paredes blancas, solo y en silencio deben ser factores causantes de ello. Y se le nota. Acá empiezo a dudar si esto será algo que le pasa a un pibe como cualquiera.

Federico y yo nos conocimos una tarde en un pasillo, donde compartimos unas cuantas oraciones. Debo admitir que la confianza amaneció temprano en el ambiente. Fuimos a caminar y me contó cosas tan mundanas como lo que estudia, los gustos de helado que prefiere, la remera que más le gusta, alguna que otra banda que le gusta. Dejé que hablara, con mis comentarios de por medio. Nos sentamos en una esquina bañada en penumbra. Sacó un paquete de cigarrillos que estaba por la mitad. Prendió uno. A pesar de que no fume, no me ofreció. Y guardó el paquete de nuevo en el bolsillo de su camisa escocesa roja. Silencio. Dio una pitada larga. Exhaló el humo y a los pocos segundos empezó a hablar. Lo hizo por un rato algo largo del que no llevé la cuenta. Tampoco mencioné que Federico es de esas personas con una voz y un tono que te atrapa y deseás sólo escuchar. Retomando, cuando terminó de hablar, alguien con quién nos conocíamos hace tres horas había confiado en mí una experiencia que prefiero no describir. Nunca me destaqué en reaccionar. Sólo se sentía un ambiente denso y lento, espeso. El tiempo estaba en reposo y los dos estábamos sin palabras. Un sentimiento me subió hasta el cerebro y bajó hasta mi garganta. Ya saben que lloré. Federico acercó su cuerpo con movimiento al mío estático y me dio el abrazo más sincero que pude haber recibido. Automáticamente se lo devolví y, minutos después, pasó. Federico tomó un rumbo y caminó. Atiné a correrlo, lo frené y sólo pude hacer un inconsciente cálido y un poco húmedo. De la cuadra del frente nos gritaron "¡Putos!", pero hicimos caso omiso por unos segundos más. El tiempo ahora se sentía más liviano, como se sentiría estar siendo llevado por una nube.

Federico es un pibe como cualquiera, con un gran historial de experiencias y anécdotas. Tuve suerte que quisiera compartirlas conmigo. Es la persona que se nutre de todo lo vivido, sin importar. Es la persona que me confió y que hizo que me prometiera no contar su historial. Desde las paredes blancas que lo rodean hasta el pasillo donde lo conocí, Federico es quien me mostró su sentir detrás de cigarrillos y pasos. Y también es quien sigo recordando.

Nunca más volví a ver a Federico. Olvidé mencionarles que no sé su apellido.

martes, 26 de julio de 2016

Llovía. La tarde fue monótona, con un leve aroma a café. Las calles hicieron un poco de ruido, los charcos se desparramaron sigilosamente. La noche cubrió silenciosamente las calles del barrio. El viento hacía bailar algunas ventanas y chapas a modo de techo. El tono gris de las nubes escondió las estrellas. Seguía lloviendo. Hacía frío, lo que enfatizaba aún más lo gris.

Los perros durmieron por horas. Parecían soñar algo raro. O quizás se quejaban del frío. La gata había desaparecido desde la mañana, cosa rutinaria. No había olor a comida, ni calor de hornalla. Todo estaba monótono, triste, silencioso.

Excepto por una mente. Una mente preocupada, con mucha carga, ruido y dudas. Una mente de tantas. Una mente gritando en el silencio y la penumbra. Una mente que daba vueltas entre sábanas y acolchados. Una mente sin fuerza ni voluntad. Una mente que decidió silenciarse para siempre. Una mente que se levantó, colocó el tapón en la bañadera, abrió la canilla y se sumergió.

En silencio, pero dando sus últimos gritos despiadados, esos que nadie quiere escuchar. En silencio decidió callar para siempre. En silencio encontró su paz efímera.

Afuera, la lluvia no paraba. Adentro, el agua de la canilla nunca dejó de salir. Y ya nadie escuchó los gritos de la mente atormentada.


martes, 12 de julio de 2016

No pretendo cargar con culpa por ser quien soy y/o como soy. Ni tampoco pretendo negarle la palabra a mis amigues. No quiero repetir cosas todo el tiempo. Tampoco pretendo que se me entienda sin haberme explicado (aunque sí pretendo que se me dé esa oportunidad). No pretendo manejar la vida de nadie, como tampoco quiero que nadie maneje la mía.

Lo que sí pretendo es que se me respete la privacidad. No oculto nada,  no. Me molesta el enojo por conversaciones normales con gente normal. Me molesta que lean mis cosas.

No pretendo quedarme pagando por mi forma de ser. Pretendo que se me digan las cosas en lugar de evitarme tan evidentemente.

Pretendo más confianza.